El primer día de la invasión rusa de Ucrania, y en este mismo espacio, me mostré partidario de una rápida rendición ucraniana para evitar la muerte de cientos de miles de personas en ambos bandos y ante la evidente superioridad bélica de Rusia.
También defendí la necesidad de crear un cinturón de países neutrales que separasen a ambos bloques para evitar incidentes fronterizos tras la constante expansión de la OTAN hacia el Este durante los últimos años. Por estas dos opiniones recibí unos cuantos insultos.
Por aquel entonces, las opciones eran la de rendirse o la de mantener una resistencia titánica, y suicida, contra un enemigo militarmente muy superior. El corazón empujaba a pelear contra el invasor, mientras el sentido común recomendaba la rendición y la posterior mediación internacional para intentar minimizar el efecto de los excesos de Rusia. Rendirse o morir, sin más.
En aquellos días, algunos me recordaron las palabras del almirante Méndez Núñez, cuando dijo lo de “más vale honra sin barcos, que barcos sin honra”, pero siempre me ha resultado curioso que quienes esgrimen este argumento suelen ser los que defienden la necesidad de enviar a otros a morir.
Al final no solo se están confirmando mis temores sino que todo pinta aún peor. Yo pensaba que finalmente, tras toda una generación de jóvenes de ambos países muertos o mutilados, los rusos lograrían quedarse con Crimea y tal vez con alguno de los territorios de Ucrania que ocupan ahora, y que nos tocaría a los europeos pagar gran parte de la reconstrucción.
Pero yo no contaba con Donald Trump. No imaginaba que el mismo país que provocó la invasión al meterse en el patio trasero de Moscú, el país que animó, con el apoyo europeo, a la revuelta del Maidán en 2014 forzando la caída del presidente prorruso Yanukovich, iba ahora a aliarse con el enemigo para repartirse el botín de la guerra que había provocado y que todo Occidente hemos financiado.
Quizá ahí nuestro presidente, Pedro Sánchez, tenía razón hace unos días al advertir de que el nuevo inquilino de la Casa Blanca vive bajo el lema “todo por la pasta”.
El balance a día de hoy no puede ser más decepcionante: no se ha evitado la muerte de esos varios cientos de miles de personas, militares y civiles; ambos países han perdido gran parte de sus infraestructuras esenciales, además de decenas de miles de viviendas destruidas; la frontera convertida ahora en una profunda herida que tardará décadas en cicatrizar, si es que lo hace alguna vez, y lo que es aún peor, la victoria de quien jamás debió ganar. Una victoria con la que Putin y Trump le están demostrando al mundo que no es la justicia sino la ley del más fuerte la que regirá a partir de ahora las relaciones internacionales.
Mi solución era menos mala.
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