Como era previsible, tragarse la primera jornada del debate de investidura ha sido hoy una intolerable pérdida de tiempo que solo se vería compensada por algún tipo de desgravación fiscal a aquellos ciudadanos que aún nos atrevamos a soportar el infumable discurso de nuestra clase política, sin exclusiones.
Editorial
Es algo que todo el mundo sabe, en la vida cosechas lo que siembras, por eso resulta un tanto teatral la indignación de la que están haciendo gala muchos países occidentales, incluyendo a España, a la hora de condenar el ataque de Hamas a Israel y la capacidad que tenemos para calificar como “terrorista” solo la violencia de aquellos con los que no comulgamos.
Hoy, a una distancia de 22 años, podemos analizar con más objetividad el mundo surgido tras aquel 11 de septiembre de 2001, cuando los atentados que sufrió Estados Unidos sirvieron también de excusa para un “nuevo orden” en el que el terrorismo se convirtió en la coartada oficial que justificó los excesos que cometimos después.
No resulta tranquilizador que sean científicos pioneros en el desarrollo de la inteligencia artificial (IA) los que están advirtiendo a gobiernos y a grandes empresas acerca de los peligros de esta tecnología, en realidad sobre su mal uso, y todos recomiendan una estricta regulación legal de la misma.
Es muy probable que este mismo domingo o en los próximos días estalle una guerra en África que, a diferencia de muchas de las que se han librado en ese continente, sí alcance a Occidente, incluyendo a Estados Unidos. Evidentemente, se trata del golpe de Estado patrocinado por Rusia en Níger, con el que Moscú se quita parte de la espinita de nuestra intrusión en los países bálticos y en Ucrania.
Los partidos políticos españoles, sobre todo los dos grandes, llevan años haciendo campaña para que los españoles aceptemos dos cosas con normalidad: la corrupción en la financiación de esos mismos partidos y la ilegalidad como un virus inevitable de la democracia. Ambos mienten.
Hasta el momento, el debate electoral está marcado por la mediocridad que le imprimen sus protagonistas, razón por la que se ha convertido en una especie de mercadillo en el que los candidatos no intentan ganarse al votante sino comprarlo con dinero público.