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Martes, 28 de Enero de 2025
Por Fernando Madariaga

A pesar de que parece hacer las encuestas en las sedes del PSOE, ya ni tan siquiera el CIS de Tezanos es capaz de maquillar la creciente percepción entre los españoles de que nuestro presidente del Gobierno apunta cada día más maneras absolutistas, que no solo dictatoriales.

El dictador solo aspira a que le obedezcan y está dispuesto a utilizar cualquier clase de violencia para lograrlo. El déspota absolutista quiere más, desea fervientemente que le admiren, que le halaguen y reconozcan la grandeza de su carismático liderazgo. Por supuesto exige que el pueblo le sirva con la satisfacción de estar bajo el mandato de un buen déspota que decide lo mejor para ellos. En consecuencia le desagrada profundamente que alguien le lleve la contraria, pues no puede aceptar que no exista una sumisión total cuando todo lo hace pensando en lo mejor para sus siervos.

Históricamente los déspotas siempre han estado convencidos de que el pueblo es tan egoísta como estúpido, y Pedro Sánchez no es la excepción, aunque bien es cierto que no pocas veces pecamos de ambas cosas.

Hasta aquí no he contado nada que no sepa ya cualquier persona con dos dedos de frente, sin embargo no es justo, ni sería inteligente, pensar que la deriva autoritaria solo ha infectado al presidente de nuestro Gobierno, quizá contagiado por la frustración que le produce que la figura de otro dictador le haga sombra aun después de muerto. No es así.

En realidad parece que comenzamos un periodo histórico en el que se tenderá a retornar a la figura del liderazgo unipersonal, el “regreso de los imperios” y, por tanto, de los emperadores, como escribía hace unos días alguien en un periódico nacional.

Señalar al creciente auge de la “extrema derecha” como origen del problema, no solo no es cierto, sino que es un medio infantil de afrontar una situación que exige una reflexión responsable y seria.

La política ha trascendido a las ideologías, los déspotas no son de derechas o de izquierdas, son solo, y sobre todo, ellos, solo ellos. Lo único que diferencia a Trump, Maduro, Sánchez, Orban, Putin o Lukashenko es el idioma, el país y los instrumentos de los que dispone cada uno para imponer su poder absoluto; mientras el norteamericano puede amenazar a cualquier nación si le contradice lo más mínimo, nuestro presidente tiene que limitarse a manifestaciones más domésticas, como la de nombrar a “su” fiscal general, al director de “su” televisión o a “su” presidente del Tribunal Constitucional. Por suerte para nosotros, no disponemos de recursos fatales, esos que tanto acarician los déspotas regodeándose en su capacidad de destruir a cualquier país con solo apretar un botón o firmar un decreto presidencial.

Pero no debemos olvidar que, a diferencia del pasado, son cada vez más los gobernantes elegidos democráticamente que apuntan formas despóticas y que han ganado el poder sin mentir a la ciudadanía sobre sus intenciones a la hora de ejercer el cargo. Obviamente, Donald Trump es el mayor exponente de ello.

Todo ello indica que lo que está realmente en crisis es la misma democracia. Tras comprobar que no es cierto que el voto te otorgue el derecho a decidir el futuro de tu país, sufrir cada vez más en un Occidente cada vez más desigual, sin poder oponerse en forma alguna a un reparto injusto de la riqueza en un sistema que protegen los mismos representantes políticos a los que ha elegido, el ciudadano ha perdido la fe.

Puestos a seguir siendo siervo, el ciudadano ha optado por no continuar inclinando la cabeza ante ese montón de déspotas que componen la oligarquía política y económica que detenta el poder y ha decidido soportar solo a uno.

Matemáticamente, su decisión es lógica.


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