Como siempre nos suele suceder, estamos en el proceso de pasar de un extremo al otro en todo lo relacionado con lo políticamente correcto, y dentro de poco lo de ser feminista, defensor a ultranza de los derechos de los colectivos no heterosexuales, clamar contra el racismo, el fascismo y hasta tratar a perros pequeños y caros mejor que a los hijos habrá pasado de moda y nos colocaremos en el extremo opuesto.
El pacifismo ya lo ha hecho, en dos telediarios ha desaparecido una Europa históricamente pacifista mientras nuestros gobernantes hablan abiertamente de rearmarse hasta los dientes para una guerra que solo parecen querer ellos. Y estamos solo al principio del proceso.
El ser humano es incapaz de escapar al efecto rebote y la percepción que los países receptores tenemos de la inmigración irregular es otra de esas realidades que está cambiando, y lo está haciendo deprisa. Quién habría pensado hace un año que un país europeo estaría enviando inmigrantes irregulares a campos de concentración en terceros países que no ofrecen garantía alguna a los recluidos. Sin cargos, sin juicios, sin garantizar derecho alguno a los deportados y violando un buen puñado de nuestras propias normas. Pues está sucediendo.
También habríamos considerado demente a alguien que nos hubiera adelantado hace un par de años que el próximo presidente de los Estados Unidos tendría la intención de invadir Canadá o Groenlandia y que despreciaría a sus aliados europeos para abrazarse a Vladímir Putin. Habría sido impensable.
Y en España no habríamos creído que nuestro presidente del Gobierno sugeriría abiertamente gobernar saltándose el Parlamento, admitiendo así su intención de convertirse en otro dictador. Pues también ha sucedido.
El motivo de este proceso de conversión no es, como dicen muchos de nuestros políticos con cansina reiteración, el regreso de la extrema derecha. En realidad esta es solo una consecuencia más de la caída de otro régimen, el de la corrección política, provocado por los excesos, la corrupción, la torpeza e ineptitud de sus dirigentes. Al igual que los anteriores, este imperio perecerá víctima de su propia degradación.
Aunque quizá más acertado que hablar de ocaso sería considerarlo una transformación que progresivamente han conducido a los políticamente correctos a convertirse en déspotas. Nuevos caudillos que han visto justificados sus excesos de poder, la represión, los recortes de libertades y la constantes prohibiciones en una simple cuestión de fe: que su verdad era la única verdad y debían protegerla a cualquier precio. En resumen, la deriva inevitable hacia el absolutismo que tantas veces hemos vivido a lo largo de la Historia.
El exceso de buenismo hacia la inmigración irregular negándose a reconocer realidades como la del impacto de este problema en la seguridad ciudadana, el que muchos de los menores llegados ilegalmente pisan territorio español solo porque saben que son prácticamente inmunes ante la ley, los problemas de convivencia que inevitablemente crea carecer de política migratoria por miedo a que señalen como racista al Gobierno de turno, es precisamente lo que está conduciendo a la creciente radicalización de la población ante un problema que crean pero no padecen un grupo de políticos que viven en su torre ajenos a los que sobrevivimos a ras de suelo. Y la inclinación de la opinión pública contra la inmigración ilegal en toda Europa es solo embrionaria. Irá a más.
Esas mismas torpezas en temas como el feminismo, el abuso de la capacidad legislativa para imponer una inexistente igualdad de género, la sacralización de las más variopintas sexualidades convirtiéndolas también en un lucrativo negocio subvencionado con dinero público y los excesos en los restantes “dogmas” de la corrección política están provocando la caída del imperio y terminarán conduciendo a la caída de los emperadores.
Por supuesto, Pedro Sánchez estará entre ellos. Esperemos que el próximo régimen no sea peor que este que estamos a punto de enterrar.
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