De alguna manera, sin darnos demasiada cuenta, los occidentales nos hemos convertido en un conjunto de tipos sobreactuados. Empeñados en cumplir los dogmas de lo que se considera políticamente correcto nos hemos perdido en la impostura de defender esos principios de fe que son, en la mayoría de los casos, auténticas gilipolleces.
En esa sobreactuación constante en todo lo que rodea a lo público, llevamos desde la semana pasada “escandalizados” por las declaración del mediador-corruptor que ha señalado con el dedo a los presuntos corruptos que hay en el Gobierno. Como si los españoles nos enterásemos ahora de que nuestra clase política es estructuralmente corrupta.
Por una lado, el PSOE y especialmente los señalados por el corruptor, fingen indignación ante las innumerables mentiras vertidas por el acusado; por el otro, el PP desde la oposición, hace lo mismo pero al revés, finge indignación por las revelaciones realizadas por el mismo sujeto y, por supuesto, aprovecha la oportunidad para golpear con el ariete las puertas de La Moncloa.
Aún no ha salido nadie en la tele que se exprese sobre este asunto de modo racional, reflexivo y, sobre todo, sin hacer teatro. Porque está claro que el sentido común ahora mismo solo permite admitir como cierto que, aunque hay indicios de veracidad, el señor Aldama no ha probado todavía nada de lo declarado y aunque personalmente creo que podrá hacerlo, pues nadie es tan estúpido como para decir lo que ha dicho sin poder demostrarlo, aún no lo ha hecho y, por mucho que moleste, incluso el presidente del Gobierno es inocente mientras no se demuestre lo contrario.
Pero este es solo uno más de los muchos asuntos de la lamentable realidad nacional ante la que todos nos vemos obligados a sobreactuar. La gestión de la DANA y el desastre en Valencia ocupan el inmediato segundo puesto. En este tema socialistas y populares invierten los papeles y mantienen las estridencias escénicas: los primeros acusan a los segundos de errores garrafales a la hora de hacer frente a la inundación, mientras que, por su parte, el PP culpa a quien haga falta, menos a los suyos, de no haber previsto lo imprevisible.
Y de nuevo, en esta agotadora marea de acusaciones teatrales, muestras de solidaridad por doquier, rescates “agónicos” y “gestos esperanzadores” que han convertido a los periodistas de las noticias en corresponsales del “¡Hola!”, nadie parece capaz de levantar el dedo y preguntar si lo normal no sería ponernos a reconstruir y dejar que los jueces se pronuncien cuando llegue el momento, si es que aprecian alguna responsabilidad punible.
Sobreactuamos también con la igualdad impuesta ex lege incluso a los que ni quieren ni pretenden ser iguales; sobreactuamos con la inmigración, con la que estamos metiendo la pata hasta el fondo, con el falso postureo solidario financiado con dinero público para alegría de esas ONGs que se están lucrando gracias a un problema que debe seguir existiendo para continuar poniendo el cazo.
Todo este rollo para crear una población de segunda, condenada a vivir en la ilegalidad o en la relativa legalidad que supone tener papeles para poder acceder a un empleo de mierda que no quiere ningún español de origen. Es nuestra nueva clase esclava, al igual que sucede en el Golfo Pérsico con filipinos y paquistaníes. Ahora bien, nosotros siempre lo hacemos en defensa de sus derechos.
Hasta sobreactuamos con el llamado rey emérito -que adjetivo más inapropiado-, al que periodistas y ciudadanos normales y corrientes esperan con actitud servil en las puertas de restaurantes de lujo y club náuticos para ver si el monarca se digna a hacer alguna gracieta o comentario ante los aplausos de un respetable que no tiene ni puñetera idea de por qué aplaude. Porque la sobreactuación, a riesgo de ser condenado al exilio del paraíso de lo correcto, impide que alguien diga en televisión que se trata sencillamente de un sinvergüenza que debería estar en la cárcel contando con el desprecio de todos los españoles.
Y esta existencia permanentemente sobreactuada nos ha conducido a un país que no existe ni aunque la ministra Yolanda Díaz vuelva a caerse en otra marmita de porros. Con una situación económica envidiable, con un nivel de empleo fantástico, subidas del salario mínimo sin parangón, pensionistas felices, asalariados y autónomos aún más felices, jóvenes ebrios de felicidad, los LGTBIHCFGT también plenamente satisfechos -me disculpan si me he saltado alguna inicial-. Hasta los gatitos y perritos están felices porque ahora tienen más derechos que los inmigrantes.
Lo jodido para los que de verdad vivimos en este país es que todos los días les vemos los hilos a las marionetas y sabemos que, por mucha teatralidad que pongan en su empeño, solo son trozos de cartón piedra.
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