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Martes, 15 de Octubre de 2024
Por Fernando Madariaga

No es ninguna novedad que la corrupción estructural que aqueja a la clase política española desde los tiempos de Felipe González tiene en la financiación ilegal de los partidos la que es, probablemente, su más importante manifestación, pues al ser un secreto a voces convierte en autores, coautores o cómplices silenciosos a todos los que forman parte de ese partido.

Es cierto que puede quedar algún afiliado que no se entere demasiado y que realmente crea que esos despliegues de recursos que hacen los principales partidos políticos se financian con los ridículos ingresos de las cuotas de los afiliados, con el dinero que los Presupuestos Generales destinan a estas organizaciones y, por supuesto, gracias a la brillante y honesta gestión de sus líderes. Sin embargo, ser corto de miras no convierte a nadie en inimputable.

Con este panorama, la sobreactuada actitud del Partido Popular, que cree haber pillado al presidente Sánchez con el carrito de los helados, está algo fuera de lugar atendiendo al currículum que los populares también arrastran en materia de corrupción y que obliga a ambos partidos a ser algo menos imprudentes.

Y más preocupante resulta aún que los ciudadanos hayamos aceptado ya la corrupción política como un mal inevitable que los partidos ni tan siquiera se entretienen en desmentir. Se limitan a arrojar al contrario las causas judiciales pendientes en ese reiterado “pues tú más” que supone, al fin y al cabo, que tanto el PSOE como el PP admiten que son partidos estructuralmente corruptos.

A partir de ahí la corrupción actúa como siempre lo ha hecho, como un virus que va infectando cualquier huésped sano que encuentra, por lo que es normal que se haya extendido por gran parte de la Administración y de las instituciones españolas, tanto públicas como privadas.

Si bien, aunque en España seamos alumnos aventajados, ningún país de la UE está en condiciones de arrojar la primera piedra. La imparable concentración de la renta cada vez en menos manos, ha dado lugar a una minoría con el poder económico necesario para convertirse en el combustible de la corrupción política. Sin recursos para corromper, la corrupción no puede producirse.

Si bien, volviendo a nuestro país, parece que nos encontramos ante un problema irresoluble porque la ley apenas es eficaz para reprimir este delito cuando los que lo cometen son personas poderosas e influyentes, tanto de la esfera privada como de la pública. Más aún cuando los dos partidos que se reparten el poder pugnan por controlar el Poder Judicial y hasta están dispuestos a saltarse la Constitución para impedir que políticos delincuentes sean juzgados o que cumplan sus condenas.

En realidad, la única medida eficaz contra la corrupción de cualquier clase es la honestidad y, teniendo en cuenta que los políticos son elegidos de entre los ciudadanos, parece matemáticamente evidente que tenemos los representantes que merecemos.

Es difícil determinar cómo se logra ser honesto, saber si influye la educación, el nivel cultural o si está en el ADN del ser humano de forma que con esa virtud se nace y no se hace.

Quizá en el futuro se llegue a inventar un fármaco que cure la sinvergonzonería, pero hasta entonces lo único a lo que podemos aspirar es a que algún día se presente a las elecciones un ser humano capaz de superar sus debilidades.

Si existe el “superhombre” de Friedrich Nietzche ahora lo necesitamos más que nunca.


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