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Miércoles, 23 de Octubre de 2024

Al igual que todo lo demás, la guerra evoluciona con el paso del tiempo, aunque lo que no esperábamos es que las formas y las normas a la hora de matarnos entre nosotros involucionaran hasta devolvernos a modos de combatir que recuerdan a antiguos enfrentamientos entre tribus en los que el triunfador solía ser el más brutal.

Los actuales conflictos en Ucrania, Palestina y Líbano son la mejor prueba de la capacidad del ser humano para involucionar en su grado de desarrollo. Ni en guerras recientes como las de Irak o Afganistán vimos el grado de brutalidad que los beligerantes están aplicando en los actuales teatros de operaciones.

La guerra en Siria, iniciada en 2011 y que aún está dando coletazos, abrió esta dinámica que se caracteriza por no respetar las normas internacionales que regulan los conflictos y que, con más o menos éxito, los combatientes intentaban cumplir, o fingir que cumplían, por temor a recibir un rechazo de la mayoría de las naciones del planeta o, incluso, a terminar ante un tribunal de justicia internacional.

Antes de Siria es cierto que Yugoslavia nos acercó al abismo en el que ahora hemos caído. La diferencia fue que ante la barbarie y brutalidad del aquel conflicto, el mundo se sobrecogió, se indignó y, aunque de modo limitado, la justicia internacional actuó contra algunos de los culpables por haber violado esas normas de la guerra.

Hoy esa justicia parece dormir el sueño de los injustos y ya aceptamos con normalidad que los civiles desarmados sean tratados y asesinados como combatientes, el bombardeo de infraestructuras civiles, la limpieza étnica y el genocidio.

El término “crimen de guerra” ya solo se aplica efectivamente contra países débiles que luchan en guerras que son de escaso interés para la parte más avanzada del planeta. Rusia, Ucrania, Israel, Palestina y Hezbolláh en Líbano se aplican sin disimulo a matar a todos los que pueden del bando contrario, dando igual que se trate de combatientes o de civiles y sin importar que para lograr sus objetivos haya que recurrir al bombardeo de hospitales, escuelas o de “zonas seguras” abarrotadas de refugiados.

La forma de hacer la guerra se ha envilecido tanto como los que participan en ella o como los gobiernos y ciudadanos que vemos con indiferencia, diariamente y por televisión, cómo se comenten estas brutalidades.

Este fenómeno es nuevo. Desde antes de la I Guerra Mundial, las formas de hacer la guerra se han ido “formalizando”, ajustándose a unas normas, a un código de conducta que, con mayor o menor interés, era respetado por los combatientes. Eso se acabó.

Y la actual involución que estamos viviendo no se debe tanto a la naturaleza de los conflictos como a la condición de los contendientes. Rusia e Israel son combatientes VIP. A ambos, por su peso específico en la comunidad internacional, y por contar con el apoyo de Estados poderosos, se les está permitiendo casi cualquier exceso por la sencilla razón de que el resto del mundo no puede levantarles la voz.

Si Ucrania no llega a alcanzar el nivel de brutalidad de los rusos es sencillamente porque sabe que Europa no lo toleraría y que Estados Unidos no va a tener con Zelensky la paciencia que está teniendo con Netanyahu. Los ucranianos, sencillamente, no importan tanto como los israelíes.

Igualmente, tanto Hezbolláh como Hamás han demostrado que si tuvieran capacidad militar suficiente, borrarían a Israel del mapa. Por suerte, no disponen de los recursos para hacerlo.

La principal conclusión a extraer de esta involución, del hecho de que el mundo haya caminado hacia atrás en grado de civilización, es que, por primera vez, los civiles de los países menos desarrollados tienen más posibilidades de sobrevivir a una guerra contra otro Estado de la misma condición porque la comunidad internacional no les va a permitir el mismo grado de brutalidad que a una gran potencia.

Tal vez también por primera vez ser un desheredado tenga sus ventajas.

 


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