Como ven, en estos días me encuentro inmerso en un proceso de actualización, casi una mutación vital, en la que estoy dejando entrar algo del mundo digital en mi propia existencia.
Y no lo digo solo porque ahora escribo mis inquietantes sandeces en una página gües, sino también porque esa actualización se está convirtiendo en catarsis al estar alterando mis más esenciales costumbres.
Por eso ahora hago como nuestras instituciones públicas y para todo tengo un protocolo que, como su nombre indica y la experiencia demuestra, sirve para eso, para fines protocolarios. De esta forma, si me llaman del banco para amenazarme con partirme las piernas por tener la cuenta tiritando, activo el protocolo “Que Dios te lo pague” e informo al interventor de que mi avalista es el Altísimo. Claro que la cosa se está poniendo chunguilla porque los de "Abarca y Devora Ltd. Bank" ya se han aprendido el truquillo y la última vez me llamó un empleado que era ateo. ¡Infieles hasta en la banca!, que mal lo hicimos durante las cruzadas.
También tengo el protocolo “Humo redentor”, que se pone en marcha cuando me estoy fumando un buen puro en una terraza y los inevitables clientes coñazo, saludables y no fumadores empiezan a hacer aspavientos desde la mesa de al lado. Entonces saco el incensario y les ahumo a base de bien mientras blando mi afilada espada sobre sus cabezas conminándoles a seguir el camino de la fe. Si intentan huir del humo redentor es porque son pecadores o infieles, ya saben como lo del ajo y los vampiros, y entonces hay que darles matarile para liberar sus espíritus de las fuerzas del mal. Porque soportar a los enemigos de la fe en la banca es duro pero inevitable, pero los bares son siempre territorio sagrado.
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