Hay administraciones locales que se enfrentan al problema pensando en los votos y no en las consecuencias económicas.
Algunos ayuntamientos, y el nuestro no es uno de ellos, se está lanzando con excesiva precipitación a legislar para tratar de poner orden en el caos que son los apartamentos turísticos.
Sin embargo, la complejidad del asunto invita a moverse por el terreno con el mismo cuidado con el que lo haría un artificiero en un campo de minas.
A medida que aumentan las protestas de los residentes en los centros históricos de las ciudades que son destino turístico, algunos gobernantes municipales, rehenes siempre del endémico pánico que les producen las críticas en las redes sociales, salen corriendo a prohibir esto o aquello a golpe de ordenanza municipal, recordando al bombero que acude presto a extinguir un fuego que no sabe dónde se ha producido.
Barcelona o Palma de Mallorca ya han tomado cartas en el asunto, aunque son malas cartas debido justamente a la precipitación con la que han actuado. En Málaga, el ruido de sables entre los vecinos del centro histórico, crece ante un Ayuntamiento que ha estado demasiado tiempo mirando hacia otro lado en lo que respecta a poner límite a la actividad turística y hostelera en la zona.
En Andalucía existe un registro autonómico donde deben estar todos pisos turísticos de alquiler, cosa que, obviamente y como buenos españoles, han hecho muy pocos propietarios, porque “legalizar” la situación de este negocio y hacerlo transparente al fisco es algo que ya no resulta tan rentable.
El tema es bastante complejo: si las administraciones se ponen en plan duro a controlar estos pisos, muchos propietarios desistirán de alquilarlos, haciendo caer drásticamente el número de turistas que vienen a nuestro país, afectando así a los ingresos y empleos de mucha gente que trabaja en el sector.
Si no se hace nada y se intenta sobrevivir en ese orden que dicen los matemáticos que siempre hay en el caos, seguiremos perjudicando al sector hotelero reglado y cocido a impuestos que ya está haciendo frente a esta competencia desleal e ilegal.
Y aún hay más: los residentes que viven en las zonas urbanas “turistificadas”, que se quejan cada vez con más frecuencia de que sus barrios, y hasta sus vidas, estén sujetas a las necesidades, caprichos y deseos de los visitantes. Precios, nivel de ruido, tipo de negocios, necesidades de transporte, todo a medida de un turista al que las administraciones tratan como una piedra filosofal, aunque no lo sea.
Del problema anterior, el siguiente. Que los centros históricos de muchas de nuestras ciudades, como está sucediendo ya, sean abandonados por los residentes nativos para terminar convertidos en parques turísticos temáticos condenados a la quiebra. Si el turista pierde el contacto con el sitio que visita, con su gente y con sus costumbres, le dará igual irse de vacaciones a un Disneyland París que a un Disneyland Málaga y eso nos conducirá a centros vacíos de turistas y de residentes, arruinados en definitiva.
Por otro lado, la precipitación detectada en algunas administraciones públicas para acabar con el problema a golpe de prohibición va a provocar una estampida turística que coincidirá con la recuperación, que ya ha empezado a producirse, de los destinos al otro lado del Mediterráneo.
Además, la “legalización” del sector de alquileres turísticos provocará, inevitablemente, un encarecimiento de esos alquileres que hará desistir a un tanto por ciento de esos visitantes potenciales.
Todo eso pensando solo en el impacto turístico del problema. Ahora hagan sus cálculos sobre cómo afectará a los precios de los alquileres, al del metro cuadrado en las zonas turísticas y no descarten la idea de un pinchazo de la “burbuja de los alquileres turísticos” si hacemos las cosas sin reflexionar, pensando en los votos antes que en las consecuencias económicas y sociales.
Consultar con expertos, como hoy ha hecho nuestro Ayuntamiento con el convenio firmado con la Facultad de Turismo de la UMA, parece lo más prudente. Y aun así confieso que le veo difícil solución.
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