El jugador del Real Madrid Vinicius fue insultado por parte de varios hinchas del Valencia.
Reconozco que el fútbol no me interesa en absoluto, de hecho me parece lo que denomino en mi léxico personal un deporte “contraproducente”, y es principalmente por ello por lo que me parece cómico el artificial follón que se ha montado con los insultos al jugador negro del Real Madrid al que varios hinchas llamaron “mono”.
Lo que realmente me sorprende es que realmente sorprenda, cuando los insultos a unos y a otros en el fútbol son el pan de cada día. Es cierto que no todos los insultados son negros, muchos son blancos, por lo que parece que el insulto es como menos relevante y no se califica ni como racista ni como delito de odio, ni nadie monta follón alguno. De hecho supongo que los más insultados no son ni negros ni blancos, son los árbitros.
Entiendo, y no tengo más remedio que aceptar, que todos los que viven subvencionados a costa de problemas que no existen o de magnificar los que sí que existen pero no son tan graves, se mesen públicamente las vestiduras para dejar claro que a los inquisidores y a los pontificadores hay que seguir untándoles con dinero público para que nuestros Gobiernos de acomplejados y melifluos se pretendan más demócratas.
Sin embargo, al igual que a las dos mujeres -socióloga una y directora de un colectivo antirracista la otra-, una de ellas negras por cierto, a las que he visto hoy en la tele hablando sobre el tema, no creo que una descalificación proferida al calor del primitivismo que todos los interesados han incentivado siempre alrededor del fútbol, merezca el más mínimo interés público.
El fútbol embrutece, porque está diseñado para embrutecer. Es el circo romano del siglo XXI y de buena parte del siglo pasado. Su léxico es belicista, muchos de sus jugadores, y muchos de sus clubes, animan a las aficiones a mantener una actitud beligerante contra el adversario, cuando no financian directamente a hooligans, que son, al fin y al cabo, matones movidos por el deporte al igual que los hay movidos por los cárteles del narcotráfico.
El hecho de que los partidos tengan que calificarse por su nivel de riesgo para la seguridad ciudadana, que tengan que desplegarse mil policías para intentar que un encuentro deportivo no acabe en un devastador vandalismo, que haya que pasar a los que asisten a ver un partido por un arco magnético para comprobar si van armados, es bastante indiciario de que el problema del fútbol no está en el racismo sino en que el poder lo utilice como la fórmula de ese Imperio romano que solo ofrecía “pan y circo”. Ahora solo queda el circo y, ya que el poder no da el pan, lo mejor es que la plebe queme su mala hostia en el circo.
No obstante, siempre he creído que si nuestros adorados dioses, modelos a los que todos queremos imitar y a los que hacemos inmoralmente multimillonarios, son tipos embrutecidos que se dedican a darles patadas a una pelotita, tenemos justamente lo que merecemos.
Comentarios potenciados por CComment