Marzo ventoso y abril lluvioso hacen a mayo florido y hermoso, reza el refrán. Aquel año, sin embargo, Eolo tuvo a bien manifestarse en febrero. Y lo hizo con arrogancia, como sólo un Dios puede hacerlo, ignorando el resultado de su prepotencia.
Esa tarde, entre las siete y las ocho, con alevosía y nocturnidad, destrozó vallas publicitarias, farolas, mobiliario urbano. La caída de árboles y de ramas cortó el tráfico en numerosas carreteras y calles haciendo incluso peligroso tanto el tránsito peatonal como el rodado en la vía pública. Durante algunas horas el servicio de la Policía Municipal y el de los Bomberos se vieron desbordados ante la demanda de atención surgida de tanto caos.
En medio la confusión, cuando se dirigían desde la Avenida Europa hacia Calle Arte, la cual se encontraba cortada por la caída de un árbol, los dos ocupantes del vehículo policial, un Seat Ronda, se vieron alarmados por un vecino que en medio del vendaval hacía aspavientos con los brazos para que se detuvieran. Una vez pararon a su altura el cabo Caneda bajó la ventanilla y le dijo al fulano –chiquillo, deja ya de mover los brazos que parece que estás aterrizando aviones-. Daba igual la situación, tomando un café o en medio de la mayor refriega, la expresión del cabo siempre permanecía inalterada, como si nada pudiera perturbar su paz interior. El tipo lo miró entre sorprendido e indignado y señalando hacia Calle Valencia les informó de que un toldo estaba a punto de caerse.
Efectivamente, el toldo era bastante pesado. El viento lo había arrancado de la pared y estaba a punto de caerse sobre la acera. Era poco probable que nadie pasara por allí en aquellas circunstancias, pero, acertadamente, decidieron acordonar la zona y permanecer allí hasta que desapareciera el peligro. En condiciones normales un aviso a los bomberos habría bastado. Pero esta vez no iba a ser posible. Estaban atendiendo numerosas llamadas de más gravedad. Caneda decidió ponerse en contacto con “Toldos Cano”, la empresa que había colocado el toldo para que, si fuera posible, ellos mismos vinieran a quitarlo.
- Chiquiliqui- le dijo a Antonio, su joven compañero, uno de los “nuevos”, como llamaba a los de la última promoción -pásame la radio que voy llamar a X-30-.
Antonio le pasó el portátil, un walkie talkie de plástico, marca Intal, de color verde anfibio anuro.
- X30, X30, mescuchas? - llamó a la central. Mientras hablaba sostenía el walkie con la mano derecha con el pulgar y el índice de la mano izquierda se agarraba el lóbulo de la oreja del mismo lado. -X30, X30, nomescuchas? - Volvió a preguntar sin inmutarse.
Aquella tarde aciaga estaba José Luis de servicio en X30, nombre en clave de la central de Marbella. La otra era la de San Pedro, X31. Su cometido era atender la emisora, responder a las llamadas de teléfono y coordinar las necesidades de los ciudadanos con los compañeros. Ni que decir tiene que en aquellos momentos se encontraba desbordado por la demanda de auxilio de media ciudad. Escuchó la llamada del cabo pero estaba atendiendo otra por teléfono y no pudo contestar a la primera. Cuando este llamó por segunda vez ya sabía que tenía que responder. El cabo Caneda tenía la capacidad de repetir “X30, X30, mescuchas” tantas veces como fuesen necesarias, cual metralleta, en intervalos espacio-temporales inequívocamente exactos. Y eso lo ponía nervioso.
- Adelante- respondió.
- X30, llama a Toldos Cano, que el toldo que tienen colocado en Calle Valencia número 7 se ha desprendido y está a punto de caerse. Ligero, que no podemos movernos de aquí hasta que lleguen-.
- Recibido- respondió José Luis.
Pasados unos minutos el cabo llamó de nuevo -X30, X30, ¿mescuchas? Silencio. Repitió - X30, X30, ¿nomescuchas? -
Ya estamos otra vez, pensó José Luis fastidiado. -Adelante-.
- Qué te han dicho? - preguntó Caneda
-Vamos a ver- comenzó a enfadarse, -sólo he podido hablar con cuatro y no es ninguno. Me faltan catorce-.
- Pero como que con cuatro si estos son dos hermanos, que los conozco yo- contestó el cabo con la misma entonación impasible de una máquina cuando dice dice “su tabaco, gracias”.
José Luis estaba realmente enfadado. Después de la tarde que llevaba sólo le faltaba esto. -Vamos a ver, ¿usted no me ha dicho que llame a todos los Cano para saber quien tiene que venir a quitar el toldo?, pues es lo que estoy haciendo. En la guía son dieciocho y me faltan catorce-.
Antonio, que escuchó la conversación, estalló en carcajadas. Caneda lo miró sin expresión ninguna pero masculló algo de lo que sólo entendió una palabra parecida a “mantamojá”.
- “Chiquillo”, te he dicho que llames a Toldos Cano, cómo te voy a decir yo que llames a todos los Cano. Lo tienes en las páginas amarillas. Espabila- remató.
En ese instante José Luis hubiera dado medio sueldo por desaparecer hasta el día siguiente. Se dio cuenta de que había metido la pata y se imaginaba a todos los compañeros desternillándose de risa al otro lado de la emisora.
Bueno, qué le vamos a hacer, pensó pasados unos instantes, aguantaré el cachondeíto lo que dure. Además, yo no tengo la culpa de el cabo tenga una vocalización tan deficiente.
Al fin y al cabo, quien no se consuela es porque no quiere.