Desde la izqda., Tony Blair, José María Aznar y George Bush, el 15 de marzo de 2003 durante la Cumbre de las Azores.
Resulta casi irónico que desde Occidente nos pasemos el día pontificando sobre la guerra ilegal de Putin y señalando con el dedo acusador todos los excesos que están cometiendo los rusos en Ucrania, cuando hoy se cumplen 20 años de la invasión de Irak. Lo que nos recuerda que nosotros, los grandes demócratas, cruzados de las libertades, los derechos, y la justicia, no vamos por el mundo predicando con el ejemplo.
El 20 de marzo de 2003 las tropas de la coalición internacional, de la que España formaba parte y que estaba liderada por Estados Unidos, invadió ilegalmente Irak. Ilegalmente porque, a diferencia de la anterior metedura de pata al invadir Afganistán en octubre de 2001, esta acción militar no contaba con el necesario respaldo de una resolución de Naciones Unidas. En estas circunstancias, lo de señalar a los rusos por la manifiesta ilegalidad de su invasión resulta casi de mal gusto.
Son ciertos y obvios la mayor parte de los excesos de los que se está acusando a las tropas de Moscú y es seguro que, cuando la guerra termine, alguien en Rusia pagará por ello. Lo que no queda claro por ahora es quién será.
Pero tras lo de Irak, nada de eso ha pasado con todos los jefes de Estado y de Gobierno que dieron luz verde a la participación de sus respectivos ejércitos en aquella invasión. Nadie ha sido acusado de ningún crimen ante la Corte Penal Internacional, ni ha sido mundialmente señalado como genocida.
La foto de George Bush, Tony Blair y José María Aznar, el “trío calavera” de las Azores, sentados ante el Tribunal de La Haya con los grilletes puestos, nunca se produjo. Muy al contrario, los tres “líderes” y los demás que formaron parte de la coalición, siguen a día de hoy jactándose de una decisión que condujo a la destrucción de un país soberano, con un número de muertos que diversas instituciones internacionales cifran en más de 1,2 millones, incluyendo varios cientos de miles de civiles no combatientes.
Una invasión en la que nosotros, los grandes demócratas, demostramos que se pueden defender las libertades y los derechos mintiendo sobre las inexistentes armas de destrucción masiva iraquíes, torturando a prisioneros de guerra en cárceles como la de Abu Graib, o recluyéndolos en Guantánamo durante décadas sin acusarlos de cargo alguno y, aun así, sin parecer demasiado incoherentes gracias a la fingida arrogancia que permite lo de ir a la guerra de la mano de un poderoso “hermano mayor” contra un enemigo infinitamente inferior.
Hoy por hoy, 20 años después, Irak es un Estado fallido que se mantiene artificialmente y que sucumbirá al caos tan pronto abandonen el país las pocas tropas norteamericanas que quedan, al igual que sucedió en Afganistán. Y lo único que deberán agradecernos cuando comiencen a matarse entre ellos es que se podrán ahorrar las balas para ese millón y pico que ya les matamos nosotros durante los 8 años de guerra.
Los 20 de marzo de cada año solo deberían servir para recordarnos quienes somos realmente y que muchas veces es mejor guardar un prudente silencio antes que hacer el ridículo.