Pedro Sánchez (i) y Alberto Núñez Feijóo.
A los españoles nos quedan unos meses horrorosos de sobrevivir a nuestros políticos, sobre todo porque ya están en campaña electoral, que no de precampaña, en la que es seguramente la más encarnizada batalla para alcanzar el poder desde el inicio de la democracia.
Para un déspota ególatra como Pedro Sánchez se trata de una cuestión de supervivencia, sabe que, después de esta, no habrá otra y que lo de asaltar el Congreso, en plan Bolsonaro o Trump, si pierde las elecciones y el derecho a viajar en el Falcon, no es viable en España.
Por su parte, sus socios de Podemos, los secesionistas catalanes y los vascos, son también conscientes de que su supervivencia depende de ganar o ganar. Y también son muy conscientes de que repetir el actual puzle de Gobierno es harto improbable.
Por su parte, el PP de Feijóo ve ahora la oportunidad, no de ganar unas elecciones, sino de aprovecharse de que el actual Ejecutivo ha sido lo suficientemente torpe como para perderlas.
Vox no necesita hacer campaña, Pedro Sánchez y sus socios ya se encargan y, atendiendo a la metedura de pata de su vicepresidente en Castilla y León, parece más prudente dejar que el enemigo se suicide sin hacer nada para evitarlo.
Guste o no, lo cierto es que, hasta el momento, Vox no ha presentado un programa coherente sobre lo que va a hacer para resolver los problemas concretos de la gente.
Entretanto, los ciudadanos estamos ya padeciendo el infame nivel del discurso de los grandes partidos, que se pasan el día acusándose recíprocamente de despotismo, absolutismo, golpismo y de ser antidemócratas, cuando todos ellos lo son. Ello a pesar de que nosotros, los de a pie, llevamos más de 20 años sin vivir en democracia.
Por el contrario, un marco legal cada vez más asfixiante limita la libertad de los ciudadanos y, sobre todo, su libre albedrío.
Es cierto que este Gobierno que se autocalifica como “progresista” se ha convertido en el más opresor desde que se aprobó la Constitución, con un despotismo ideológico en el que, a golpe de decreto ley, se impone una realidad tan ficticia como dogmática a la que el español medio no puede ni debe objetar, a riesgo de que esta nueva Inquisición le practique uno de sus crueles santos oficios.
También es verdad que la opción “B”, la del PP, no es mejor. Lo de gobernar para los amiguetes y privatizar entre los coleguitas hasta la tierra de los maceteros para financiar una forma de hacer política, no es la idea que tenemos los ciudadanos de un país democrático. Sí hay que reconocerles que, al menos, los populares no te obligan a pensar como ellos. Les basta con que no molestes mientras venden el país.
El problema de España, como tantas veces hemos insistido, es la corrupción estructural de nuestro sistema de partidos políticos y jamás acabaremos con ella mientras no acabemos primero con los poderes económicos que pagan esa corrupción.
La impunidad con la que actúan las eléctricas, petroleras, bancos y otras empresas del Ibex señala con claridad meridiana qué es lo primero que hay que destruir antes de comenzar a reconstruir. Y aunque todo el mundo siga mirando hacia otro lado, al final sucederá.
La única pregunta es cuántas vidas más de gente normal va a destruir la corrupción antes de que esto suceda.